“Y de repente vino un estruendo del cielo, como si soplara un viento violento, y llenó toda la casa donde estaban sentados. Entonces aparecieron, repartidas entre ellos, lenguas como de fuego, y se asentaron sobre cada uno de ellos. Todos fueron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en distintas lenguas”. (Hechos 2:2-4)
El mes pasado, la isla de Pentecostés fue una de las islas de Vanuatu, en el Pacífico Sur, que más sufrieron los efectos del ciclón Harold, un huracán de categoría cinco cuyos vientos alcanzaron los 265Km/hora y que generó olas gigantes de más de seis metros. El devastador y letal ciclón arrancó tejados, arrasó estructuras, inundó comunidades y se llevó vidas.
Cuando la feroz tormenta llegó a su isla, Moana, propietaria de un complejo turístico en la playa, se despertó con temor por su vida y por su propiedad. Durante dos horas, encaró el viento y el oleaje, e imploró a Dios que la salvara a ella y su propiedad. Por suerte, cuando la tormenta pasó, Moana aún estaba en pie y sus edificios, aún intactos.
En los Hechos de los apóstoles, el advenimiento del Espíritu se describe de una forma igualmente impresionante y trascendental. Los primeros seguidores de Jesús, que se ocultaban temerosos, se estremecieron, y luego se envalentonaron, ante la poderosa presencia de Dios, que les permitió superar incluso las barreras lingüísticas y culturales para proclamar el mensaje salvífico de la resurrección de Jesús. La iglesia nació en medio del tumulto y, aun así, emergió del caos con un mensaje poderoso y, sin duda, transformador, que es relevante en todas las culturas y contextos.
Como en el primer Pentecostés, así ha de ser otra vez hoy.
Ahora, mientras escribimos estas palabras, hay una fuerza natural silenciosa, invisible, pero aún más letal. El nuevo coronavirus ha puesto al mundo entero en jaque, ha sembrado el pánico y el caos, ha enfermado a millones de personas y ha matado a cientos de miles. La pandemia ha causado importantes estragos en las economías, ha trastornado las familias y la vida comunitaria, ha sorteado los más sofisticados sistemas sanitarios mundiales y locales, ha puesto a prueba el temple y la eficacia de los gobiernos, y ha provocado el hambre.
Pero este Pentecostés, a lo largo de los siglos y en todo el mundo, nosotros, los cristianos, estamos vinculados, entre nosotros y con los primeros discípulos, para proclamar, como hicieron ellos, que el Dios de vida aún está con nosotros. El Espíritu de Dios eleva nuestros corazones en oración y anhelo. El Espíritu nos infunde el valor para hacer frente al dolor y al sufrimiento. El Espíritu inflama nuestros corazones con amor, para servir a quienes sufren y a quienes están excluidos de los sistemas sociales de asistencia. El Espíritu ilumina nuestras mentes para que emprendamos y apoyemos intensas investigaciones científicas en busca de tratamientos y vacunas. El Espíritu nos hace capaces de afrontar y superar este virus a través de una generosa cooperación, con nuestra mejor asistencia médica y pastoral, y, sobre todo, con amabilidad amorosa para todos los hijos de Dios.
El Espíritu de Dios también es pan-demos. Llega a todas las personas y cruza todas las barreras, aunque de una forma que infunde vida, no muerte. Este Pentecostés, oramos para que la lucha contra esta pandemia derrame las energías del Espíritu sobre todo el pueblo de Dios y renueve, no solo la iglesia, sino la faz de la Tierra.
Los presidentes del Consejo Mundial de Iglesias
- La Rev. Dra. Mary-Anne Plaatjies van Huffel, Iglesia Reformada Unida en África Austral (Sudáfrica)
- La Rev. Prof. Dra. Sang Chang, Iglesia Presbiteriana en la República de Corea
- El Arzobispo Anders Wejryd, Iglesia de Suecia
- La Rev. Gloria Nohemy Ulloa Alvarado, Iglesia Presbiteriana de Colombia
- El Obispo Mark MacDonald, Iglesia Anglicana del Canadá
- La Rev. Dra. Mele’ana Puloka, Iglesia Wesleyana Libre de Tonga
- Su Beatitud Juan X, Patriarca de la Iglesia Ortodoxa Griega de Antioquía y todo Oriente
- Su Santidad Karekin II, Patriarca Supremo y Catholicós de todos los Armenios.