ESPIRITUALIDAD PACIFICADORA: De la debilidad como principio

Por: Harold Segura

«A no ser que sepamos que somos débiles y agónicos seres humanos,
la tortura, la aniquilación, la guerra nuclear, la esclavitud
y los malos tratos se convertirán en virtudes»
Joan Chittister

Entre quienes aquí estamos, eso creo, habría feliz acuerdo si afirmo que la espiritualidad sirve, entre otros de sus atributos, como “medicación integradora del tejido social y humano”[2]; que es, en otras palabras, inspiradora de la fe y la esperanza del proyecto de vida humana. En este mismo sentido se expresa Manuel Antonio Herrera, profesor de la Universidad de Caldas cuando dice que,

La espiritualidad significa acción de vida, también es obra de arte subjetiva y objetiva que cristaliza la posibilidad de representar e integrar simbólicamente todas aquellas cosas cósmicas, míticas, mágicas… creativas e intelectuales… dictados por los sentidos y sentimientos, por la conciencia consciente e inconsciente, la espiritualidad es inspiradora de la fe y la esperanza del proyecto de vida humana.

Decía que habría acuerdo si afirmamos esas virtudes de la espiritualidad para contribuir a la sana convivencia, propiciar espacios vitales para la integración comunitaria, devolver el sentido al ser humano como proyecto de vida saludable y cultivar los valores del arte, la cultura y otros bienes y valores sociales. Hasta aquí el acuerdo. Pero, la discusión se inauguraría tan pronto nos preguntáramos ¿de cuál espiritualidad estamos hablando? Porque así como es cierto que hay una espiritualidad que promueve la convivencia y la inclusión hay muchas que fomentan la intolerancia y la exclusión. Hay espiritualidades de paz y las hay de guerra; hay unas de esperanza y las hay también de desesperación y odio.

Uno de los escritores que hizo reiteradas referencia a estas últimas espiritualidades y cuestionó por esa razón a todas fue José Saramago, premio Nobel de Literatura (1998). El escritor portugués fue un crítico acérrimo de la religiosidad que se ampara tras la figura de Dios para fomentar la violencia, excluir a los que piensan de forma diferente y para justificar las injusticias. El escritor de El evangelio según Jesucristo (1991) y de Caín (2009), llama a la seria consideración de El factor Dios[4], porque, según él:

Dios es inocente… de haber creado un universo entero para colocar en él seres capaces de cometer los mayores crímenes para luego justificarlos diciendo que son celebraciones de su poder y de su gloria, mientras los muertos se van acumulando, estos de las torres gemelas de Nueva York, y todos los demás que, en nombre de un Dios convertido en asesino por la voluntad y por la acción de los hombres, han cubierto e insisten en cubrir de terror y sangre las páginas de la Historia.

Su crítica mordaz, si se conoce bien a Saramago, no es contra Dios, pues para él Dios no existe; es contra quienes en su nombre ejecutan las violencias. De allí que el Nobel insistiera una y otra vez en la necesidad de conversar acerca del tema religioso. Así se explica su interés en Dios. Él mismo reconocía “paradójicamente y humorísticamente, que, sin Dios, su literatura perdería sentido”.[5]

In nomine Dei

Una de las obras que más busqué y rebusqué por cuanta librería pude fue la titulada In nomine Dei, escrita en 1993. Había oído acerca de ella; que era una obra de teatro escrita acerca del anabautismo radical del siglo XVI. Yo, que me identifico como un bautista de convicciones anabautistas, quise leer lo que Saramago decía acerca de la gesta reformadora de esos siglos y, estaba absolutamente seguro que me encontraría con una ardorosa defensa de los radicales y una crítica frontal contra sus perseguidores católicos y protestantes. ¡Pero, vaya sorpresa cuando la leí el año pasado! Allí arremete contra la violencia protagonizada por algunos sectores extremistas, en particular los lamentables hechos ocurridos en la ciudad de Münster, donde los 14.000 habitantes que había se mataron, torturaron y degollaron hasta que sólo quedaron 2.000. Es una obra escrita contra la intolerancia religiosa que su mismo autor presenta así:

No se tomen estas palabras como una nueva falta de respeto a las cosas de la religión… No tengo yo la culpa, ni la tiene mi discreto ateísmo, de que en Münster, en el siglo XVI, como en tantos otros tiempos y lugares, católicos y protestantes anduvieron despedazándose unos a otros en nombre del mismo Dios —In nomine Dei—… Los acontecimientos descritos en esta pieza representan, tan sólo, un trágico capítulo de la larga, y por lo visto, irremediable historia de la intolerancia humana. Que lo lean así, y así lo entiendan, creyentes y no creyentes, y se harán, tal vez, un favor a sí mismos.[6]

Siempre que la fe se absolutiza, la espiritualidad degenera en intolerancia, la teología en sistema de opresión y la comunidad de fe en cuartel de intolerancia,  traicionando así el sentido cristiano de las tres. Tiempo faltaría para citar tantas violencias In nomine Dei: la de la Conquista española, la quema de brujas, la persecución contra “los herejes”, la de los cristianos contra los paganos, la de los cristianos contra los cristianos… en fin, la vergüenza es mucha.

Ya en los Evangelios canónicos encontramos a los discípulos siendo presa del fanatismo y a Jesús corrigiendo su conducta. Cómo olvidar, por ejemplo, aquel episodio narrado por el evangelista Lucas cuando los discípulos entraron en un pueblo samaritano. Dice el texto bíblico:

Como se acercaba el tiempo de que fuera llevado al cielo,  Jesús se hizo el firme propósito de ir a Jerusalén. Envió por delante mensajeros,  que entraron en un pueblo samaritano para prepararle alojamiento; pero allí la gente no quiso recibirlo porque se dirigía a Jerusalén. Cuando los discípulos Jacobo y Juan vieron esto,  le preguntaron: –Señor,  ¿quieres que hagamos bajar fuego del cielo para que los destruya? Pero Jesús se volvió a ellos y los reprendió. (Lc 9:51-55).

La espiritualidad cristiana es, por esencia y definición, pacificadora; ella encarna el Shalom como principio de vida cotidiano y como vocación social y política. Es una espiritualidad, al decir de Juan Driver, que «…se expresa en la esperanza, y consiste en creer en  aquello que parece ser imposible: la reconciliación de los seres humanos entre sí y con Dios en una convivencia radical caracterizada por la justicia y la paz».[7] Driver siempre tan claro y profético: Una espiritualidad pacificadora («Shalomónica») que da testimonio de la reconciliación,  la justicia y la esperanza, en el contexto de una comunidad que confía en el poder de Dios más que en sus propias fuerzas.

Tenemos, entonces, que la espiritualidad es una medicación integradora del tejido social y humano, pero, aclaremos que no cualquier espiritualidad cumple con ese noble fin, porque las hay también generadoras de fanatismos e intransigencias legitimadas con el santo nombre de Dios. Espiritualidades que crean conflictos, entorpecen los gestos de reconciliación de esos conflictos y estorban los procesos de transición hacia los postconflictos.  De estas espiritualidades está llena la tierra.

La debilidad de un Dios todopoderoso

Quizá uno de los factores teológicos que alimenta estas infaustas espiritualidades es su concepto acerca del poder de Dios, por lo menos así lo ha sido en diversas épocas y circunstancias. El poder de Dios ha servido a través de todos los siglos para legitimar los peores absolutismos. Un solo ejemplo: el querido abad Bernardo de Claraval (1090-1153), estaba convencido de que el poder de Dios era un monopolio exclusivo de la Iglesia y de sus santos representantes. Esta idea lo condujo a abanderar acciones de espantosa intolerancia hacia los que él y su Iglesia denominaban enemigos de Cristo. Si el poder de Dios era absoluto, entonces absoluto era también el poder de la Iglesia, incluso para usar la espada contra los que se oponían a ella.

Bernardo, en el año 1130, en su Elogio de la nueva milicia templaria, equiparó esa milicia con los ejércitos divinos. En ese texto cita uno de los salmos como parte de su argumento intolerante: “¿Acaso no aborrezco,  Señor,  a los que te odian, y abomino a los que te rechazan?” (Sl 139:21). Baste solo el ejemplo de Bernardo para recordar cuánta violencia se ha ocasionado en nombre del poder de Dios.

Por esta razón, al pensar en el papel de nuestras comunidades de fe en el postconflicto colombiano, se hace necesario reconsiderar lo que creemos acerca del poder de Dios y del poder del Espíritu que, según Hechos 1:8 se nos ha concedido a los creyentes. La espiritualidad pacificadora requiere de una teología pacifica que, en lugar de acentuar la imagen del Dios absoluto, rescate la imagen del Dios que «se rebajó voluntariamente,  tomando la naturaleza de siervo» (Filipenses 2:7). El Dios que nos reveló Jesús se hace fuerte gracias a su debilidad; este Dios es el fundamento de nuestro testimonio de Shalom, reconciliación y justicia. Según el apóstol Pablo, lo que nos redime no es la prepotencia de Dios (ninguna prepotencia es redentora), sino su sencillez y su humildad (abajamiento) puesta al servicio de nuestra salvación.

«Pensamiento débil», según Gianni Vattimo

Este planteamiento, de lo débil que nos redime o que transforma, ha captado la atención de dos reconocidos pensadores contemporáneos: el italiano Gianni Vattimo y el alemán-costarricense Franz Hinkelammert. Ambos se han referido al tema. Vattimo habla del “pensamiento débil” y Hinkelammert de “la debilidad que transforma”. Voy a detenerme brevemente en el primero de ellos con el fin de presentar las líneas generales —muy generales— de su pensamiento y, después, considerar la pertinencia de algunas de sus ideas para la promoción de una espiritualidad pacificadora.

Vattimo, en palabras de uno de sus presentadores, «es el filósofo que ha luchado durante toda su vida contra la rigidez de la objetividad y de los absolutos que nos aprisionan»[8]; es uno de los más reconocidos voceros de la posmodernidad. Para esta época posmoderna, afirma el italiano, han caducado los «metarrelatos» (Lyotard) con sus conceptualizaciones metafísicas y demás «pensamientos fuertes». Entonces él, como católico profesante, plantea la kenosis[9] de Dios en Jesucristo (Flp 2:5-11) como paradigma de lo que él ha denominado “pensamiento débil”. La disolución de la metafísica no es un dato negativo, por el contrario, permite redescubrir la única forma posible de hablar de Dios a partir de su encarnación en Cristo.

La encarnación es para Vattimo el núcleo central de la historia de la salvación y el fundamento, tanto de nuestra espiritualidad como de los valores cristianos. En ella se asientan la fraternidad, la caridad y el rechazo de la violencia. En una de sus obras declara:

La única gran paradoja y escándalo de la revelación cristiana es, justamente, la encarnación de Dios, la kenosis, es decir, el haber puesto en juego todos aquellos caracteres trascendentes, incomprensibles, misteriosos y, creo, también extravagantes que, por el contrario, conmueven tanto a los teóricos del salto en la fe, en cuyo nombre, en consecuencia, es fácil dar paso también a la defensa del autoritarismo de la Iglesia y de muchas de sus posiciones dogmáticas y morales ligadas a las absolutización de doctrinas y situaciones históricamente contingentes y, frecuentemente, superadas de hecho.[10]

En otras palabras, para Vattimo, el pensamiento absoluto, fuerte y trascendente está asociado, casi siempre, a prácticas absolutistas, totalitarias y violentas, por lo que se hace necesario considerar un pensamiento débil que, desde la grandeza de su humildad, genere prácticas dialogantes, inclusivas y pacificadoras. ¡No puedo imaginar cuántas lecciones tendríamos que derivar de estas afirmaciones para el cultivo de una espiritualidad pacificadora y comunidades de fe más humildes, dialogantes, inclusivas y “labradoras de paz”. Sigue diciendo Vattimo que esto del pensamiento débil implica un cambio en la relación entre Dios y los seres humanos, del Dios que nos trataba como siervos al que nos considera sus amigos. «En términos más claros: la herencia cristiana que retoma al pensamiento débil es también y sobre todo herencia del preconcepto cristiano de la caridad y de su rechazo a la violencia».[11]

Para nuestro propósito les propongo ahondar un poco más en la relación antes planteada, entre pensamiento débil y espiritualidad pacificadora. El pensamiento débil es, para nuestro autor, la forma como se configura la posmodernidad. Mientras que a la modernidad la caracterizó, entre otras, un pensamiento que hablaba en nombre de las verdades absolutas, de la unidad y de la totalidad (es decir, un pensamiento fuerte propio de la metafísica), a la posmodernidad, por el contrario, le deberá caracterizar un pensamiento débil, posmetafísico, que rechace las categorías absolutas, que no proponga con arrogancia verdades únicas y rebata las legitimaciones totalitarias.

La crítica al pensamiento fuerte es, entre otras,  una crítica a la ciencia, a la tecnología, a los sistemas políticos (a la familia como institución reproductora de las más caras tradiciones burguesas) y a los grandes tratados teológicos, que a nombre de sus verdades inobjetables resultaron ser, en la práctica, impositivos e intolerantes. En esa lista bien se puede añadir que es también una crítica a la familia como institución autoritaria y como instancia social repetidora de ideologías. Ejemplo de todo lo anterior fueron las políticas monolíticas, la verticalidad de los partidos, la soberbia de la ciencia, el fanatismo religioso y la verticalidad de la autoridad de la familia. Esas verdades absolutas, por otra parte, se enunciaron desde la perspectiva del hombre blanco, occidental, heterosexual y de clase media. Bueno, esto es un apretado resumen de lo que explica con amplitud y solvencia el filósofo de Turín.

Más interesante aún resulta saber que Vattimo arriba al pensamiento débil tras la búsqueda de nuevas alternativas éticas. Dice él: «Hemos intentado pensar el ser fuera de la metafísica de la objetividad precisamente por razones éticas; por tanto, estas razones deben guiarnos en la elaboración de las consecuencias de una concepción no metafísica del ser como ontología del debilitamiento»[12]. Porque lo que le interesa es cómo aportar a una cultura de paz, que rechace la violencia y, en este sentido, retome lo mejor de la herencia cristiana. Dice Vattimo:

… porque hemos sido educados por la tradición cristiana para pensar a Dios, no como dueño, sino como amigo, para considerar que las cosas esenciales no han sido reveladas a los sabios sino a los pequeños, para creer que quien no pierde su alma no la salvará… Si ahora digo que, al pensar la historia del ser en cuento guiada por el hilo conductor de la reducción de las estructuras fuertes, estoy orientado a una ética de la no-violencia…[13]

Al pensamiento débil de Vattimo lo acompañan otros conceptos de igual interés para la teología y la espiritualidad cristianas, como el de secularización (una forma de fe purificada), la historia de la salvación (como historia de la interpretación), la encarnación (como hecho arquetípico de la secularización), la hermenéutica bíblica (como producción de sentido), el Espíritu (como la persona exquisitamente hermenéutica), la caridad (como criterio fundamental para validar la interpretación)  y la Iglesia.

Pero nuestro interés, en esta ocasión, se mantiene en el pensamiento débil y su relación con la espiritualidad. Sus intuiciones filosóficas y teológicas, en este sentido, son provocadoras e iluminan nuevas posibilidades de pensar la fe en el escenario posmoderno. Intuiciones que también deben ser evaluadas críticamente a la luz de nuestras convicciones teológicas; pero eso será para otro lugar y momento[14].

Espiritualidad y pequeñez

Habiendo dicho lo anterior, nos corresponde ahora considerar las insinuaciones de Vattimo en el contexto de nuestro tema: la espiritualidad pacificadora. Ésta, como se planteó desde el inicio, demanda que rescatemos la imagen del Dios despojado (kenosis), que tomó naturaleza de siervo y, a partir de su debilidad, nos entregó su paz (Ef 2:17). Otra expresión del despojamiento de Dios lo encontramos en los evangelios cuando Jesús se puso una toalla en su cintura para lavar los pies de los discípulos (Jn 13:1-17). Jesús sabe que «el Padre había puesto todas las cosas bajo su dominio, y que había salido de Dios y a él volvía» (Jn 13:3), sin embargo, sabiendo el poder que derivaba de su relación filial con el Padre, no se aferró a eso.

Precisamente, como Jesús sabía que tenía tanto poder y dominio fue por lo que decidió asumir la condición de siervo ante sus discípulos. El poder eterno se tradujo es servicio temporal. Jesús cree que no hay necesidad de renunciar al poder (el Padre se lo había concedido), ni de diluirlo, ni de desconocer su existencia, sino de reorientar su función para que se convirtiera` en poder para servir. Para él, la verdadera grandeza está en hacerse pequeño, como lo enseñó a sus discípulos (Mr 10:43-44). Y es en esta debilidad (o pequeñez) donde se devela el secreto de su paz redentora. Quizá pudiéramos acuñar aquí el término espiritualidad débil, como una forma de expresar que es a partir de la debilidad, vivida a la manera de Jesús, como se construye el Shalom y se da testimonio del reino, en lugar de buscar los atajos del poder arrogante.

Hablar de una espiritualidad débil significa, en primer lugar, que nuestra manera de seguir a Jesús esté marcada por la humilde disposición al diálogo, en lugar de afirmar con altivez los absolutos que nos distancian de quienes piensan diferente, de quienes creen lo que nosotros no creemos y de quienes decidieron vivir con patrones de vida que no son los nuestros. Bien conocida es la pretensión eclesiástica de querer conocer las verdades y, desde su conocimiento dogmático, dictar las normas finales para la vida de la sociedad. Una iglesia así, confunde la diferencia entre pecado y delito, entre la fe como propuesta de vida personal y la fe como patrón de vida impuesto por la ley. Desde estas ínfulas no se promueve el Shalom, sino, por el contrario, se incitan las discriminaciones excluyentes y se marginan las posibilidades de dar testimonio de la caridad que acoge y reconcilia. Volvamos con Vattimo quien dice al respeto de esta modalidad de predicación autoritaria:

Una vez más, aquí encontramos, bajo formas diversas, el «escándalo» de una predicación cristiana que pretende dictar la «verdad» sobre «cómo están de veras» las cosas de la naturaleza, del hombre, de la sociedad, de la familia. Es decir, Dios fundamento, y la Iglesia como su voz autorizada a decidir en última instancia.[15]

Del mismo modo, hablar de una espiritualidad débil[16] significa tener la disposición, como individuos, como comunidades de fe y como familias, de vivir en una sociedad donde la religión cristiana está perdiendo sus prerrogativas de religión oficial y,  en su lugar,  se instauran modelos laicos de convivencia plural. Vivir en el laicismo, condición propia del actual momento cultural, requiere de una espiritualidad centrada en el espíritu de Jesús quien vivió una fe no religiosa, libre de encasillamientos institucionales y de manipulaciones del poder. En este aspecto, la voz de Dietrich Bonhoeffer, el mártir alemán, tiene plena vigencia cuando enseñaba que los cristianos son la «comunidad de los hijos de la tierra». A Bonhoeffer, explica Eduardo Delás,

…no le convence un cristianismo que hable en exceso de las cosas santas y que olvide el sentido y el valor de nuestra realidad profana y secular. Es necesario, decía, proteger los misterios cristianos de la profanación; hay que aprender a guardar silencio ante el misterio del dolor y ante el ocultamiento de Dios en el mundo. Lo fundamental es un cristianismo capaz de dar vida en un mundo no reducido a la impotencia para que el elemento religioso triunfe sobre él, sino reconocido en su «mayoría de edad» y en su propia autonomía.[17]

La espiritualidad pacificadora, convive también con libertad entre el pluralismo religioso, la interculturalidad y el laicismo; allí da testimonio de convivencia radical y compasiva, porque la fuerza de su mensaje se funda en la grandeza de su pequeñez y en su compromiso con la justicia y la reconciliación del mundo (2 Co 5:20). Esta espiritualidad se descarga de su fardo dogmático a favor de opciones de moral práctica; se apoya en una reflexión teológica firme, sin que esa firmeza le impida escuchar las diversas voces de la verdad; camina seguro de que Jesús es la fuente de la vida y anuncia su nombre con pasión, mas sin imponer su discurso con intenciones proselitistas; cultiva la piedad, pero sin sucumbir a las tentaciones de religiosidad vacía de sentido ético y de proyección social.

¿Iglesias débiles?

Por lo dicho hasta ahora arribo a una sola conclusión, quizá  osada: proponer para este mundo posmoderno, inundado de fanatismos renovados y de fundamentalismos rancios, de religiosidades vetustas y de espiritualidades asfixiantes, una familia que promueva el Shalom y lo modele en sus prácticas de vida diaria; que se arriesgue a soñar con una sociedad distinta, donde brille la dignidad, la comprensión y el respeto mutuo. Esta es mi propuesta: iglesias débiles, cuya fortaleza dependa de su humildad y su grandeza se fundamente en el amor desinteresado; cuyo mayor baluarte sea su fe en Dios vivida con sencillez y caridad.

La fe tradicional, y con ella las iglesias tradicionales, dicen que está muriendo (Mariá Corbí, José María Vigil, Teresa Guardans, José Amando Robles y otros); que está en sus últimos estertores. Por ahí andan muchos buscando la pócima milagrosa para resucitarla. ¿Por qué tantas lágrimas?, nos preguntamos algunos. ¿Acaso no deberíamos dejar que muera de muerte natural y esperar, en su reemplazo, un modelo de iglesias renovado, vigoroso y diferente? Porque si lo que está muriendo es la comunidad de fe de decisiones verticales, de modelos patriarcales, de sacerdotes y pastores impositivos, de feligresías sometidas; donde la sana doctrina se confunde con la única e inalterable verdad denominacional, donde el rol pastoral se afirma con caudillismo autoritario y donde el poder de Dios es sinónimo de absolutismo militar si es eso lo que está muriendo, yo iré al entierro. Iré soñando que otra iglesia posible. La comunidad de fe fuerte y tirana puede abrir paso a una nueva iglesia; la que aquí llamo comunidad de fe débil y tierna.; una comunidad mesiánica, al decir de Juan Driver. Esta revolución de la debilidad y de la ternura es la que debe ocupar el centro de nuestros esfuerzos seguir soñando que nuestras iglesias podrán contribuir en la Colombia que se avecina.

Pensando en esto, recordé la enseñanza del apóstol en 2 Corintios 12:9-10:

Por lo tanto, gustosamente haré más bien alarde de mis debilidades, para que permanezca sobre mí el poder de Cristo. Por eso me regocijo en debilidades, insultos, privaciones, persecuciones y dificultades que sufro por Cristo; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte.

Para Pablo, la puerta hacia la grandeza es la humildad y el camino hacia la fortaleza, la debilidad. Nos corresponde a nosotros explorar las implicaciones del principio debilidad para nuestra espiritualidad cristiana. ¡Señor, ven en nuestro auxilio, perdona nuestro exceso de falsa grandeza y conviértenos a la humildad y ternura de Jesús!

[1] Joan Chittister, Doce pasos hacia la libertad interior, Sal Terrae, Santander, 2005, pp. 62-63.

[2] Manuel Antonio Pérez Herrera, La espiritualidad como mediación integradora del tejido social humano, Psicoespacios, Revista Virtual, en: http://revistas.iue.edu.co/index.php/Psicoespacios/article/view/334

[3] Idem, p. 339.

[4] José Saramago, El factor Dios, Diario El País, 18 de septiembre de 2001: http://elpais.com/diario/2001/09/18/opinion/1000764007_850215.html

[5][5] Fernando Gómez Aguilera, José Saramago en sus palabras, Alfaguara, Bogotá, 2010, p. 133.

[6] José Saramago, In nomine Dei, Alfaguara, Madrid, 2003, p. 7.

[7] Juan Drive, Convivencia radical. Espiritualidad para el siglo 21, Ediciones Kairós, Buenos Aires,

[8] Piorgiorgio Paterlini, Analogías, en: Gianni Vattimo, No ser Dios. Una autobiografía a cuatro manos, Paidós, Barcelona, 2008, p. 13.

[9] Termino griego usado en Filipenses 2:7 que significa vaciamiento.

[10] Gianni Vattimo, Creer que se cree, Paidós, Barcelona, 1996, p. 62.

[11] Gianni Vattimo, op. cit., 1996, p. 45.

[12] Gianni Vattimo, op. cit., 1996, p. 45.

[13] Ibid., p. 46.

[14] También será necesario evaluar el pensamiento de Vattimo de manera crítica. Para este fin, sugiero: Alberto Roldán, La kenosis de Dios en la interpretación de Gianni Vattimo: hermenéutica después de la cristiandad, Revista Kairós #35, Seminario Teológico Centroamericano, SETECA, Guatemala, 2004, pp. 121-139. Nicolás Panotto, Kenosis, cristianismo y la debilidad de la Historia como apertura de sentido socio-político en Gianni Vattimo: algunas notas críticas, en: http://religioneincidenciapublica.wordpress.com/2011/12/22/kenosis-cristianismo-y-la-debilidad-de-la-historia-como-apertura-de-sentido-socio-politico-en-gianni-vattimo-algunas-notas-criticas/  Enrique Dussel, De la posmodernidad a la transmodernidad, Revista de filosofía A Parte Rei #54, México, noviembre 2007, en: http://serbal.pntic.mec.es/~cmunoz11/dussel54.pdf

[15] Gianni Vattimo, Adiós a la verdad, Gedissa, Barcelona, 2010. P. 67.

[16] Hablar de debilidad siempre tiene un riesgo, sobre todo en un continente como el nuestro tan lleno de mujeres, niños, niñas, indígenas, negros y negras, ancianos y ancianas, enfermos y enfermas que ya por su condición física o de exclusión social son débiles. ¿Qué significa hablar de debilidad entre los que ya son, en este sentido, débiles? Pues significa recordar que el evangelio invierte la escala de valoración social: a los fuertes los llama a la debilidad… y a los débiles los invita a reconocer su fortaleza. Baste tan sólo leer las bienaventuranzas (Mateo 5-6) para recordar de qué manera Jesús empodera a los débiles y desenmascara a los fuertes.

[17] Eduardo Delás Segura, Dietrich Bonhoeffer, un teólogo a contratiempo. Comprender la iglesia desde Cristo, Grupo Nelson, Biblioteca Teológica, Nashville, 2011 (3ª ed.), p. 30.

 

 

 

 

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