José Luis o la aventura de “seguir
creyendo en la paz, a pesar de todo”
— Exguerrilleros inician, por su cuenta, un proyecto productivo en Urabá (noroeste, frontera con Panamá) en medio de las incertidumbres que rodean a la implementación de los acuerdos negociados en La Habana.
— A un año de los acuerdos los asesinatos de más de un centenar de líderes sociales y decenas de excombatientes evidencian los graves riesgos que corren miles de habitantes de las zonas en donde antes operaba la guerrilla y que los paramilitares quieren ahora controlar.
Henry Orrego/DIPAZ- SAN JOSE DE LOS LEONES, Colombia.
18 de diciembre de 2017.- José Luis tiene 35 años, una mirada transparente y un machete que cuelga al cinto, el mismo que usó mientras fue guerrillero en las FARC. No es un arma sino una herramienta indispensable en los trabajos de su día a día: desbrozar la tierra, cortar árboles, arreglar la casa que construye o partir algún plátano de los que comparte con su mujer y su hijo de 14 meses, en un caserío improvisado que levanta junto a otros 60 exguerrilleros en San José de los Leones en Urabá, adonde llegaron huyendo de los incumplimientos del gobierno y buscando mantenerse lejos de los paramilitares que proliferan en la zona.
“Hasta el momento estamos en cambuches (carpas), hechos con plásticos, pero afortunadamente no nos estamos mojando tampoco. Así estamos todos los que vivimos aquí”, dice parado a la entrada de su casa conformada por unos toldos negros templados con cuerdas que hacen las veces del techo y las paredes que albergan dos camas construidas con troncos de madera y una mesa y sillas de plástico, además de un ventilador, un paliativo para un clima siempre caluroso y húmedo.
“Aquí llueve siempre” dice y suelta una carcajada disimulada. Afuera otro techo similar protege la cocina compuesta por un fogón de leña al que se suman dos piedras gigantes a las que llega agua por una manguera y que sirven a su vez como lavaplatos, mesón de cocina y alberca improvisada para bañar al bebé.
Sus vecinas son una veintena de aves alojadas en el gallinero comunal que surte de carne y huevos a la comunidad, dos elementos básicos de la dieta. “Tenemos arroz, frijolitos, plátano y carne de pollo y de cerdo”. Dos lechones en pleno crecimiento y que recorren a sus anchas los empantanados caminos corroboran sus palabras.
Los 60 exguerrilleros y sus familias llegaron a San José de León atravesando la serranía desde Gallo un caserío en el vecino departamento de Córdoba, en donde el gobierno los había ubicado en una de las 23 zonas veredales transitorias (ZVT) dispuestas para recibir a los antiguos miembros de las FARC mientras iniciaban sus proyectos productivos.
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José Luis frente a su “cambuche”
“Incumplimientos para largo”
En Gallo el gobierno les entregó unas cuantas casas de madera, pero el agua nunca llegó. Y las ayudas oficiales en educación y servicios de salud –afirman José Luis y varios de sus compañeros- apenas se vieron a cuentagotas durante los 8 meses que permanecieron allí. Decidieron irse porque tampoco nunca vieron perspectivas claras de obtener algún trozo de tierra donde iniciar un proyecto productivo.
“Como bien lo dice el nombre eso era transitorio. Allí no se cumplieron los compromisos como la construcción de viviendas que, como no las terminaron, nunca nos las pudieron entregar. Desde que llegamos tuvimos problemas con el agua y al momento de tomar la decisión de venirnos, todavía no se había cuadrado, no había agua. Esperábamos cumplimiento del gobierno con los terrenos para los proyectos, los trabajos productivos y eso hasta ese momento tampoco había resultado. Entonces tomamos la decisión de venirnos, eran incumplimientos que veíamos que iban para largo y tocaba buscarle salida” (VIDEO).
El jefe de la Misión de la ONU en Colombia, Jean Arnault, sostuvo en noviembre que en los llamados ahora Espacios Territoriales de Capacitacion y Reincorporación, sólo quedan el 45% de los miembros de las FARC. Algunos regresaron con sus familias, otros emigraron a centros urbanos para rebuscarse la vida, unos más –como en San José de León o en Mesetas (departamento de Meta), en los llanos del oriente colombiano- decidieron mantenerse unidos e iniciar proyectos conjuntos, aunque en una zona diferente a la establecida con el gobierno, donde tuvieran más oportunidades de sobrevivir.
Jefes guerrilleros han denunciado también ofrecimientos de un millón de pesos (350 dólares) de grupos paramilitares y del narcotráfico para que los combatientes deserten, sumas que aumentaban si lo hacían con sus armas. Los cierto es que los territorios donde la guerrilla debía comenzar su tránsito a la zona civil han quedado semivacíos. El Alto Comisionado para la Paz del gobierno colombiano, Rodrigo Rivera, calificó de “injustas” las declaraciones de Arnault pues asegura que legalmente nada obliga a los excombatientes a permanecer en estos territorios y subraya que nadie puede decir que todos los que se fueron hayan desertado.
“Somos prudentes en la relación con las FARC y no vamos a entrar al circo de recriminaciones y de señalamientos. Entendemos que para ellos (los exguerrilleros) han sido difíciles temas como preparar los proyectos productivos y postularlos para que el gobierno pueda aprobarlos adecuadamente (…) y eso es normal, hace parte de la dinámica de un proceso que es complejo”, aseguró a la prensa.
De esa complejidad poco entiende José Luis. De los 108 excombatientes que estaban en la ZVT de Gallo sólo quedaron ocho. Unos 40 se fueron cada uno por su cuenta. Los otros 60 se vinieron para San José de los Leones, decidieron mantenerse unidos y buscar donde adelantar su proyecto de vida, aunque Urabá, una de las primeras zonas pobladas por los españoles en tierra firme en las Américas el siglo XVI ha sido escenario de sempiternas y sangrientas disputas por la tierra.
Cada uno de los exguerrilleros aportó parte de los 2 millones de pesos (unos 700 dólares) que recibió del gobierno para iniciar un proyecto productivo y con el fondo común compraron 36 hectáreas entre los poblados de Chigorodó y Mutatá, colindantes con el parque Natural de Paramillo, un ramal de la cordillera occidental de los Andes que inútilmente trata de abrazar las aguas del mar Caribe.
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Los exguerrilleros reciben cada uno además mensualmente un pago de 200 dólares para sy manutención durante dos años que concluirán a final del 2018. Por eso les urge echar a andar sus proyectos productivos.
Buena parte de esas tierras están dentro de la reserva ambiental y sólo se permiten actividades agrícolas de subsistencia. El proyecto es combinar esa producción agrícola limitada con turismo ecológico. El río Fortuna, un fuerte caudal serpentea las lomas por entre enormes rocas y lleva agua ilimitada a sus rincones. No es navegable ni tampoco tiene peces en abundancia pero el líquido vital, limpio y cristalino, no escasea.
Unas parcelas de uso comunal, un chiquero para criar cerdos, gallineros para autoconsumo y un criadero de peces complementan el proyecto. En la mitad del terreno han separado una franja que servirá como cancha deportiva y sitio de encuentro que estará al lado de la escuela, un sitio marcado por dos carpas donde ya están funcionando una propuesta de cursos para los 18 niños hijos de los excombatientes y para los chicos de las zonas vecinas.
“El propósito es comenzar una vida diferente a la que teníamos, pues de hecho somos de origen campesino. El primer objetivo es tener una casita, continuar con mi familia, tenemos muy buena experiencia, todo lo formamos en el diálogo y tenemos planteado tener nuestros animales y nuestro proyecto productivo que nos permita tener de que vivir”.
Cada familia aporta una vez por semana el trabajo voluntario de uno de sus miembros para las mingas (trabajo solidario) en las que construyen sus viviendas. Ya han levantado dos, pero las dificultades del terreno cenagoso y las lluvias no dan tregua. “Las casas las vamos a hacer de zinc y madera, pero el piso de la mía lo dejaré en tierra, pues nuestro propósito es más adelante, en unos dos añitos, cambiarlo por cemento. Hay unos que tienen planteados hacerlo de tambo (madera) pero si uno quiere hacerle la transformación le toca desbaratar la madera”.
Con apoyo de la comunidad y su propio trabajo disponen ahora de electricidad, el agua potable la obtienen del río y esperan un apoyo de Naciones Unidad para instalar una unidad potabilizadora. Igualmente ya trabajan en diseñar un sistema de agua potable. Pero todo eso requiere de dinero, algún tipo de financiamiento y aún no está muy claro. El gobierno exige por cada proyecto cientos de papeles y finalmente responde que sus recursos son limitados. Lo son aún más los de la comunidad.
16 años en las FARC
En 2001, cuando era un campesino que no llegaba a los 20 años, José Luis se unió a la que entonces era la guerrilla más antigua y beligerante en América Latina: las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), convertida ahora en un partido político tras negociar por cuatro años con el estado colombiano en La Habana unos acuerdos finalmente firmados el 24 de noviembre de 2016 en el Teatro Colón de Bogotá.
Su vinculación, recuerda José Luis, “sucedió de una manera inesperada pues, digamos por la situación difícil que se estaba viviendo en el momento. Eso fue en el 2001 y tomé la decisión porque había una persecución contra todas las comunidades que eran sindicadas de ser auxiliadoras de la guerrilla y quienes estábamos jóvenes en esa época, de los 16 años para adelante, éramos sindicados de colaborar con guerrilla, de ser milicianos y esas cosas”.
“En mi familia, al ver esa situación, me dijeron: ‘O te vas para la guerrilla o te vas para otra parte porque nos puedes perjudicar’, prácticamente mi familia me impulsó pues me decían ‘coja el ritmo, porque preferimos que usted se muera en esa guerra que no que vengan y lo maten aquí, desarmado”.
José Luis, que hasta entonces había vivido junto a su madre, sus dos abuelos y sus tíos, se sumó a la guerrilla apenas empezando su vida adulta. El frente 58 que se convirtió en una nueva familia.
Junto al entrenamiento militar venía la instrucción política. Entonces las FARC negociaban con el gobierno del conservador Andrés Pastrana quien dejó en manos de los rebeldes de unos 42.000 km2 (equivalente al territorio de Suiza) en las selvas del Caguán, al suroeste del país, para facilitar las conversaciones que finalmente se rompieron en medio de mutuas recriminaciones de falta de voluntad y tras el secuestro de varios políticos por la guerrilla, entre ellos la candidata presidencial Ingrid Betancourt.
“La del Caguán fue una experiencia buena, sólo que el gobierno no quiso continuar. De hecho en todos los procesos siempre hemos tenido unos planteamientos políticos, sólo que el gobierno no nos ha cumplido. Ahora tomamos esta decisión (de negociar) porque ya estábamos preparados para buscar una salida y por eso ahora llegamos a dar el paso” de dejar las armas, agrega José Luis.
8.994 armas menos.
El excombatiente dice que no extraña su fúsil, una de las 8.994 armas que las FARC, en cumplimiento de lo pactado, dejaron en manos de una misión de la ONU junto a 1,76 millones de cartuchos de munición, más de 38 toneladas de explosivos, 11.015 granadas, 3.528 minas antipersonas y 4.370 granadas de mortero, según el informe encargado por ambas partes al instituto Kroc de la Universidad de Notre Dame.
El gobierno asegura que las FARC estaban integradas por 14.000 miembros entre ellos 6.934 combatientes, más los presos (3.421 según la guerrilla, aunque el gobierno sólo ha reconocido 2.775 de los cuales asegura excarceló a 1.700) y un número un poco mayor de milicianos (colaboradores no armados).
Al convertirse en partido político las FARC mantuvieron la sigla aunque cambiaron su nombre a Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común. El 1 de noviembre anunciaron que su máximo comandante Rodrigo Londoño (Timochenko) será candidato en las presidenciales de mayo de 2018. Además de las 10 curules aseguradas en el Congreso por los acuerdos de paz, aspiran a arañar algunas curules más entre las 268 en disputa en los comicios legislativos, dos meses antes.
El tránsito a la política electoral no está exento de traumas, por ejemplo, incluso partidos y líderes de izquierda son renuentes a hacer con ellos coaliciones a nivel nacional, ante la mala imagen que le atribuyen las encuestas a las FARC. Aunque no se debe descartar que en las regiones puedan realizar acuerdos incluso con formaciones políticas tradicionales como ocurrió en los años 80 durante la primera fallida negociación de paz y en la cual lanzaron un partido, la Unión Patriótica, del cual unos 3.000 militantes fueron asesinados en una campaña de exterminio por la cual el Estado colombiano fue condenado. Una de las sobrevivientes de ese exterminio Imelda Daza, que se salvó al huir a Perú y luego a Suecia, fue escogida candidata a la vicepresidencia.
En los acuerdos firmados hace un año se determinó que parte de los excombatientes conformarían equipos de protección para evitar un nuevo exterminio. Pero la capacitación y acreditación de estas fuerzas marchan a paso lento. De los 60 excombatientes de San José de León, sólo uno de los comandantes tiene esquema de protección.
Pese a estos miedos dejar las armas no fue traumático asegura José Luis. “Desde un comienzo en la formación que recibimos en la organización supimos que los fusiles siempre eran un medio para conseguir objetivos políticos, pero el planteamiento siempre fue buscar un diálogo donde pudiéramos concertar una salida menos dolorosa”, dice mientras limpia el barro adherido a sus botas tras un día de trabajo solidario.
Su pequeño Kevin estira los brazos y él lo levanta orgulloso. “Lo mejor que me ha dado este proceso es poder ver crecer a mi hijo menor. Tuve otros dos hijos mientras estaba en la guerrilla con dos compañeras diferentes, pero esos los tuvimos que dejar, entregarlos a familiares, pues no podían estar con nosotros en los campamentos”.
“La primera idea que tenemos con él es que tenga educación, que aprenda a leer y escribir hasta uno tenga la capacidad de darle estudio. Pero creo que es muy importante también que los hijos aprendan a trabajar pues con el conocimiento sólo no aprenden a defenderse en otros terrenos. Entonces tenemos que hacer que nuestros hijos tengan varias alternativas, varias maneras de defenderse en la vida” dice mientras coloca al pequeño sobre una colcha colorida que adornan las dos camas que fabricó con sus manos.
“Las armamos con tronquitos gruesos que los corta uno iguales y luego cortamos los largueros, los hicimos nosotros mismos en Gallo eso lo trajimos de allá. Aquí tenemos la tasa sanitaria que también nos trajimos. Estamos esperando a ver cómo es la ubicación concreta de la casa para colocarla”, dice adelantándose a la sorpresa del visitante al ver el sanitario en un rincón del improvisado cuarto. Afuera el barro abunda y la lluvia ligera amenaza con convertirse en aguacero, adentro todo luce limpio y ordenado.
Cuando finalmente la lluvia cesa y sale un sol fortísimo, la tierra seca y es posible recorrer otras partes de lo que será el poblado: el lugar destinado para la cancha de fútbol y las dos aulas también improvisadas con carpas donde funcionan la escuela, que usan tanto una veintena de niños como los adultos, que hacen aquí sus cursos de validación. Una música de acordeones vallenatos retruena desde un cambuche.
La escuela
José Luis ha conocido por fin un año de paz, aunque agitado y siempre con la sombra de la muerte como el ambiente de su país durante este epílogo del conflicto que no se anuncia nada fácil. Según el segundo informe de seguimiento a los acuerdos publicado en septiembre por DiPaz (Diálogo Intereclesial por la Paz), que agrupa a más de 15 iglesias cristianas y organizaciones basadas en la fe, el debate nacional de este año fue dominado más por controversias sobre los aspectos jurídicos y políticos de los acuerdos, mientras se pasó por alto la gravedad de lo que ocurre con las comunidades en las antiguas zonas de influencia guerrillera.
En ese informe DiPaz manifestó “preocupación por la ocurrencia de diferentes amenazas, atentados, asesinatos de líderes/as sociales e integrantes de las FARC-EP y otras acciones de control, ejercidas por paramilitares y otros grupos armados. Estas acciones ponen en riesgo a la población civil e integrantes de las FARC-EP en proceso de reincorporación”.
Los asesinatos de líderes y lideresas sociales suman 125 este año (son 204 desde enero de 2016, según el Defensor del Pueblo, Carlos Negret). Dos casos emblemáticos ocurrieron recientemente en zonas de influencia del Urabá.
El 27 de noviembre, en un caserío en jurisdicción de Riosucio, un municipio a unos 180 km (cinco horas de viaje) por río desde Turbo – principal puerto sobre el golfo de Urabá- fue asesinado de varios disparos –frente a varios nietos y uno de sus hijos- Mario Castaño, líder campesino del Consejo Comunitario de la Larga Tumaradó, reclamante de tierras que se oponía a ofrecimientos de paramilitares vinculados al narcotráfico para presionar a los campesinos a cultivar coca.
El 8 de diciembre en el caserío de Playa Roja, también en jurisdicción de Riosucio, fue asesinado el 8 de diciembre Hernán Bedoya, un líder de comunidades reclamantes de tierras. Bedoya se dirigía en su caballo cuando fue interceptado por paramilitares de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia.
Una semana más tarde Alexander José Padilla un excombatiente de las FARC que fue compañero de José Luis en la zona de Gallo, fue muerto por un oficial del ejército que le disparó, según testimonios de la comunidad, sin que hubiese mediado altercado alguno.
El presidente Juan Manuel Santos anunció el miércoles 20 de diciembre un plan para detener los asesinatos de líderes sociales y excombatientes, después que el Defensor del Pueblo advirtiera de la necesidad de tomar acciones para detener la ola de sangre y que el fiscal general Néstor Humberto Martínez reconociera que las autoridades están “ identificando ya unos fenómenos que son preocupantes desde el punto de vista de eventual presencia de reductos de (los paramilitares) Autodefensas que estarían actuando con algún grado de sistematicidad en algunas regiones del país» en estos crímenes.
A un año de los acuerdos con los que se puso fin al conflicto de 52 años con las FARC en los territorios donde esa guerrilla tenía influencia reina una esperanza contenida.
La violencia sigue siendo pan cotidiano, aunque prácticamente desaparecieron las muertes relacionadas directamente con el conflicto que según los estimativos más prudentes eran 520 cada año, aunque cálculos periodísticos llegaron a cifrarlas en 3.000.
El conflicto no ha desaparecido. Así lo recuerdan los letreros que grupos paramilitares han colocado en caseríos repartidos en los 11.000 km de Urabá, donde se producen casi el 70% de los 800 millones de dólares que Colombia exporta de banano anualmente, así como cantidades importantes de maderables y palma de aceite y claro una zona de influencia del narcotráfico con el llamado Cartel del Golfo y su grupo paramilitar Autodefensas Gaitanistas de Colombia.
Antes de llegar a San José de Los Leones, por una carretera levantada por los exguerilleros con trabajo comunitario, se puede observar un campamento de una decena de soldados. No es posible saber si están allí para proteger a sus antiguos enemigos o para vigilarlos. En todo caso es la exigua protección y las visitas de grupos como DiPaz y el acompañamiento que desde la casa de Apartadó se hace a las tres zonas donde se ubican los exguerrilleros y a las comunidades que los rodean, es una de las pocas garantías que tienen. Las acciones de protección, acompañamiento y denuncia son ahora más que nunca necesarias para apuntalar el camino hacia la paz del cual queda claro más que nunca que apenas inició y que está seriamente amenazado.
“Tenemos que mantenernos unidos, en el camino de la paz, pero actuando juntos”, esa es la esperanza que mantiene José Luis.
“Lo nuestro es seguir creyendo en la paz a pesar de todo, no tenemos otra opción” dice mientras toma en sus brazos al pequeño Kevin, que ya está listo para su hora del baño.